Los seres alados - Texto de Domingo Santos

Los seres alados
Texto de Domingo Santos. (Tomado de "Utopía y realidad, la ciencia ficción en España", de Luis Núñez Ladevéze)




Llegaron por septentrión, con sus grandes y hermosas alas desplegadas al sol, volando muy alto en enormes nubes multicolores que se destacaban como un gran arco iris contra el azul del cielo. Eran magníficamente hermosos, algo perfecto. Y eran muchos.
Descendieron en bandadas sobre las ciudades, y las calles refulgieron a su contacto, los tejados se vistieron con polvo de oro y los extremos de las torres más altas destellaron como engarzadas en diamantes. Descendieron y se posaron en el suelo, y todo el mundo se maravilló con su presencia.
Llegaron a todas partes, en número incalculable. Las ciudades y los pueblos y las aldeas se llenaron de ellos. Y las llanuras y los campos y las montañas y los valles. Se posaron en todos lugares y replegaron sus alas, y miraron a su alrededor con sus brillantes ojos dorados y hablaron:
–Hemos venido a instalarnos aquí –dijeron–. Nos gusta este planeta. Es hermoso. Y hay en él todo lo que necesitamos.
Y la gente los aceptó, porque unos seres tan magníficos no pueden ser discutidos, y sus decisiones son inapelables. Ni siquiera los gobiernos, desconfiados siempre ante cualquier intrusión, sea de la clase que sea, levantaron su voz en tono de protesta, y nadie pronunció en ningún momento la palabra "invasión", porque en aquellas circunstancias era una palabra vacía de todo sentido.
Así llegaron a la Tierra. Suavemente, sin violencia, como amables visitantes que acuden a traer una buena nueva. Algunos los compararon con ángeles, y ciertamente lo parecían, aunque sus enormes alas traslúcidas de mariposa tenían todos los colores del arco iris en combinaciones que ni siquiera los más delirantes pintores se habían atrevido a soñar. Y todo el mundo estuvo de acuerdo en que unos seres como ellos no podían ser más que buenos, ya que la maldad no puede anidar en el seno de la maravilla. Los feroces seres terrestres, que mataban a sus más hermosos y nobles animales sólo por el placer de ver su cuerpo sin vida tendido a sus pies y colgar su cabeza inerte de una pared, se sintieron empequeñecidos ante su presencia, y los veneraron, aceptaron su superioridad y los sirvieron.
Los seres alados ocuparon así la Tierra. Sus mujeres conquistaron a los hombres terrestres ansiosos de belleza, y sus hombres fueron adorados por unas mujeres terrestres que, de pronto, sintieron realizados todos sus más íntimos anhelos.
Y al poco tiempo empezó a ocurrir algo que en otras circunstancias hubiera sido calificado como extraño. Los terrestres empezaron a notar en sí mismos una sorprendente y progresiva languidez. No algo desagradable, sino muy al contrario: una serenidad, una paz, que se exteriorizaba en una profunda indolencia. Algunos dijeron que era el efecto de la inconmensurable belleza de los seres alados: su contemplación era algo tan absorbente, que ya no se sentían deseos de hacer nada más salgo seguir contemplándolos. Era un éxtasis, un maravilloso éxtasis. La gente empezó a languidecer, a enflaquecer, pero no importaba. El hombre había hallado por fin la serenidad y la paz.
Y la gente empezó a morir. No exactamente a morir, sino a consumirse. Como una llama que languidece, tiembla por unos momentos y luego se apaga. Pero era una consunción apacible, dulce. Los seres alados revoloteaban por entre ellos, y la gente moría. Feliz. Sonriendo. Sintiendo al fin realizados todos sus sueños, todos sus anhelos. Si alguna vez hubo una gloria, si alguna vez existió un cielo, allí estaba. Las sonrisas florecían en todas las bocas.
Y la gente murió, murió, murió.
Luego, una inmensa bandada de seres alados se elevó al unísono. Se reunió en una densa nube, y siguió su camino a través del espacio. Estaban satisfechos, ahítos. Las almas que habían ido ingiriendo sorbo a sorbo, tal y como se sorbe el néctar vital que es lo único que da y mantiene la vida a la belleza, les permitiría sobrevivir hasta llegar en su ruta a otro planeta habitado, a través de su largo peregrinaje sin hogar y sin destino a través de todo el universo.
Tras ellos quedaba un planeta inerte, muerto, del que había escapado, total y definitivamente, toda belleza.




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